MIGUEL BRAVO
Miguel Bravo de la Peña nació en Camesa, pueblecito medio castellano y medio montañés del valle de Valdeolea, provincia de Cantabria, el 28 de febrero de 1931. Sus padres Miguel y Pilar, se dedicaban al campo y tuvieron siete hijos, el mayor de los cuales fue Miguel.
Desde sus primeros años Miguel llamó la atención de todos por su apasionada afición a la naturaleza y por su sentido del desprendimiento de lo propio en bien de los demás. Estas dos cualidades iban a ser las características más acusadas de su vida. Miguel se hallaba extraordinariamente dotado para la vida en contacto directo con la naturaleza, tanto por sus especiales condiciones físicas como por la intuición y conocimiento profundo de ella. Pilar, la madre de Miguel, cuenta que causó asombro a los de casa el día en que el pequeño empezó a andar. Lo hizo de repente soltándose de los brazos de la madre y corriendo por toda la cocina sin dar un solo traspié y todo ello sin que hubiera precedido aprendizaje de ninguna clase. Parecía un verdadero presagio de lo que iba a ser su destreza y resistencia física.
Más tarde, a los cinco años, se dirigía todos los días, a las seis de la mañana, a la escuela particular de Don Maximiano, párroco del lugar, y allí permanecía hasta la caída de la tarde, salvo el momento en que volvía a casa para comer. Miguel era un niño de talento muy despierto y allí con Don Maximiano aprendió no sólo las primeras letras, sino cultura general y hasta Latín, pudiendo por ello ingresar directamente en el seminario de Burgos al mismo nivel de los chicos que habían acudido, por ejemplo, a la vecina preceptoría diocesana de Arija.
Su ilusión, fuera de las largas horas de clase, era el coleccionar mariposas de distintas especies. Más tarde ya no se contentó con esto,quería conocer la vida y costumbres de todos los animales del campo y lo consiguió como pocas personas lo han logrado. Cifró todo su empeño en los pájaros. Los conocía a todos, las especies, las costumbres.
Por el canto distinguía si estaban en época de celo,o tenían puesto el nido, si en éste había polluelos, o si estaba cerca o lejos del lugar donde los padres cantaban.
Valdeola, aunque provincia de Cantabria, pertenecía entonces a la diócesis de Burgos; por eso cuando Miguel, a los doce años, decidió seguir el camino de su maestro Don Maximiano (otros tres hermanos de Miguel fueron también seminaristas) partió con sus padres camino de la ciudad de Burgos. Miguel era un chico muy listo, pero algo descuidado, inquieto, casi travieso, y esto le acarreó algunos disgustos con determinados superiores de aquel seminario. Don José Bravo, canónigo metropolitano y pariente lejano del muchacho fue su tutor. Él se dio cuenta de que lo que allí se tomaba por defectos podían constituir, bien orientadas, las grandes virtudes de todo un hombre. Por eso decidió abrirle un camino más amplio y consiguió llevarlo a la Universidad pontificia de Comillas, para que continuara allí los estudios de filosofía.
Las vacaciones del seminarista Miguel constituían una entrega entrañable a las cosas de la naturaleza. Vagaba solo por el monte recorriendo distancias increíbles y observándolo todo. Pronto se contagió de la afición que su padre tenía a la caza y centró su ilusión en poseer una escopeta propia. La puntería de Miguel fue proverbial en toda la región. Como todavía era muy niño y nada más podía usar la escopeta de su padre cuando iba en su compañía, Miguel salía a cazar con el perro y un palo y, cuando aquél le levantaba la pieza, Miguel la abatía en el aire lanzando el palo. Con este procedimiento ( casi al estilo de la caza australiana con ``bumerang´´) llegaba a su casa trayendo muchas veces más de quince codornices. Las anécdotas de la puntería de Miguel son interminables. En una ocasión había una apuesta para dar en el blanco con escopeta con una botella lanzada al aire. Con gran asombro de todos Miguel arrojo su palo a gran distancia y la botella quedo hecha añicos. Otra vez, durante las fiestas de Reinosa, el propietario de una caseta de tiro fue buscando por toda la feria al padre de un muchacho llamado Miguel para rogarle que retirara de allí a su hijo, pues, de otro modo, iba a terminar con su negocio, ya que llevaba acertando al blanco ininterrumpidamente durante largo tiempo con asombro y expectación de un numeroso público allí reunido.
A los 17 años Miguel contaba ya con una escopeta que le había regalado su padre y pronto adquirió fama de gran cazador en toda la región. Pero no era un hombre obsesionado por la idea de matar. Como buen cazador él mismo restringía el número de piezas que debía de abatir y sólo disparaba cuando el animal se hallaba en plenas condiciones de autodefensa. En más de una ocasión dejaba escapar la pieza porque le daba pena el disparar.
Todo lo que el muchacho tenía lo daba a sus amigos o a los que él juzgaba que lo necesitaban; más sus padres dicen que cuando le querían comprar alguna cosa, él declinaba deferentemente su derecho en favor de sus hermanos. Si le provocaban los mozalbetes, arremetía contra ellos o les amenazaba con exactas y calculadas pedradas, pero siempre fue incapaz de consumar la acción de pegar a alguien y causar algún daño al prójimo.
Su vida en la Universidad de Comillas se encauzó dentro de un ambiente serio de estudio. Su condiscípulos afirman que poseían un talento extraordinario y un gran espíritu de trabajo. Hizo la licenciatura en Filosofía y comenzó los estudios de Teología. Miguel no se contentaba con preparar las clases, leía mucho, trataba de penetrar en el fondo de los problemas e incluso daba más importancia a estos aspectos de su formación que a la eventual actuación en unos exámenes, que él consideraba como secundarios.
Los superiores de Comillas se dieron cuenta de que periódicamente el joven seminarista se hallaba muy inquieto y con pérdida de algunas de sus habituales facultades. Por eso decidieron darle un permiso especial cada cierto tiempo para que pudiera entrar en contacto con la naturaleza: ir al monte, organizar una cacería, salir con los pescadores a la mar. Después se incorporaba a sus estudios con pleno rendimiento.
Miguel estaba muy ilusionado con su sacerdocio, sin duda para ponerse plenamente al servicio de los demás. A su vez, y a la manera de los místicos, descubría y conversaba con Dios a través de la naturaleza. Por fin, el 24 de marzo de 1957, recibió en Comillas el Orden Sacerdotal. Es costumbre en los pueblos organizar una gran fiesta el día de la primera misa de un paisano. Nada más necesitados -en sus años de Teología, los pescadores de Comillas -, que dejarse agasajar y derrochar dinero en banquetes. Un buen día llegó el misacantano sin avisar a nadie, ni a su familia , entró en la ermita más pobre del lugar y allí empezó a tocar la campana para que la gente acudiera a su misa. Su propio padre que estaba en el campo tuvo que abandonar rápidamente las faenas para llegar a la misa de su hijo.
Miguel es sacerdote y ha cumplido la aspiración de su vida. Ahora puede ya entregarse a los demás. Miguel tenía para entonces muchos amigos de toda clase -ésta fue una de sus características-, gentes que compartían con él la afición a la caza, al montañismo, a la pesca, y, lo que es más su agradable y muchas veces apasionante conversación. Pero, sobre todo, junto a Miguel estaban los pobres, los que sufren, los que lo necesitan todo porque carecen de lo más esencial. El primer destino del nuevo sacerdote fue el valle de Polaciones, situado en lo más agreste de la Cordillera Cantábrica, provincia de Cantabria y recientemente incorporado a esta diócesis al unificarse los limites de la provincia y obispado. Allí podía Miguel seguir cultivando sus dos pasiones: la comunión con la naturaleza y con los hermanos más indigentes.
Polaciones era entonces un paraíso de la caza mayor y menor; por otra parte los picos de la cordillera podían convertirse en escenario de ascensiones alpinas tanto en verano como en invierno. La entrega de Miguel al paisaje y a los seres vivos que lo pueblan fue delirante. En toda la región ha quedado recuerdo de las dotes cazadoras de Don Miguel: rebecos, corzos, jabalíes, urogallos, lobos, zorros, liebres, perdices pardas, codornices... Fue ésta la época de apogeo de las facultades físicas de Miguel. Recorría incansable las montañas de día y de noche. Hubo días que subió dos veces al Cuerno de Peña Sagra (2.024m.sobre el nivel del mar).
Su actividad no se redujo a la región de Polaciones y al conocimiento a fondo de aquellas montañas y bosques; emprendió expediciones a los Picos de Europa, empezó a practicar la escalada: subió varias veces al naranjo de Bulnes y llegó a conocer con gran eficacia los tres macizos. Caminante incansable y dotado maravillosamente se despedía en el pueblo de Caín para ir a Espinama, como lo más natural, atravesado en una tarde -él solo- todo el macizo central de los Picos, subiendo por la canal de Dobresengos, ¡y acababa de bajar de Peña Santa!
Pero, a su vez, Miguel vivía entregado a las gentes humildes del valle. Daba todo su dinero a los que lo necesitaban, él se encargaba de bajar los enfermos a Santander, recorría los pueblecitos para decir las misas y administrar los sacramentos, a veces teniendo que andar muchos kilómetros en esquís durante los días de invierno. Comentaba que le encantaba deslizarse por las lonas de nieve llevando consigo el viático y hasta a veces prolongaba sus paseos en esquís con el sacramento junto al pecho porque así armonizaba mejor su misión de sacerdote con su culto a la naturaleza. Los fríos, las mojaduras, el hambre (por qué no decirlo), la falta de sueño iban minando aquella salud de hierro. En una ocasión su madre que eventualmente se hallaba en el pueblo la víspera de la Inmaculada trataba de disuadirle de que aquella noche, después de hacer recorrido otros barrios, fuera a un pueblo lejano, sin carretera, con el fin de sentarse en el confesonario: ´´Dejalo para mañana -le decía su madre- y así de camino el día te irá saliendo al encuentro´´. Miguel le respondió: ´´Mira, madre, en cuanto hijo estoy siempre dispuesto a escuchar tus consejos, pero en cuanto sacerdote tan sólo yo sé lo que tengo que hacer´´.
De vez en cuando, Miguel bajaba a Santander con ilusión, pobremente vestido, con una sotana raída. Necesitaba hablar con sus amigos, tratar de temas intelectuales y hacer acopio de libros para leer en las largas veladas de invierno. Y se llevaba consigo las últimas novedades de teología y de literatura, porque Miguel -parece increíble- llevaba una fecunda vida intelectual y hablaba con gran desenvoltura lo mismo francés que alemán.
Por fin, en 1961, con su salud ya ligeramente quebrantada, recibió un nuevo destino: coadjutor del poblado pesquero de Santander. Había llegado con sus treinta años a una madurez nada común. Ahora tenía ocasión de realizar su empresa cristiana y humana -para él casi no había distinción entre estos aspectos-, luchar incansablemente en favor de los más desheredados de la fortuna, entrar en tratos directos con un público amplio, exponer sus ideas sociales, influir en el ambiente, promocionar a la clase trabajadora. Soñó con crear una filial del Instituto de Enseñanza Media en el barrio y, después de mil dificultades, lo consiguió. El trabajo abrumador y la entrega más absoluta de sus cosas y de su persona, en medio muchas veces de incomprensiones, fue la característica de esta segunda etapa de su vida sacerdotal. Y, a pesar de ello, aún buscaba tiempo y lo hallaba para salir al campo y cultivaba sus amistades, a veces a nivel de gran intimidad, con gentes destacadas del mundo intelectual. Fue también la época en que Miguel realizo rápidos viajes por el Extranjero y entró en contacto con varias clases de gentes. Por entonces, desempeñó el cargo de Consiliario Diocesano de la JOC, realizando una fecunda labor de forma personalísima y singular.
Después, vivió ya la ultima etapa de su vida. Miguel era otra persona, su salud completamente arruinada; desengañado de muchas cosas y personas, sabía que su fin en esta vida era ya muy próximo. Había adquirido una serenidad y un juicio certero y sosegado sobre todo cuanto le rodeaba. Quería más a sus amigos íntimos, no renunciaba a sus ideas. Encontró un gran amigo en su nuevo obispo D. Vicente Puchol, que le quería entrañablemente. Imposibilitado de salir al monte, alternaba su vida de enfermo -con una grave afectación renal- entre días de cama y visitas a sus gentes y a sus cosas. La figura de Don Miguel Bravo en esta época es imborrable: Iba vestido con pantalón gris y jersey negro. Los días más fríos se ponía un abrigo, prenda que antes de su enfermedad nunca utilizaba. Era un hombre de estatura media, casi más bien baja, con cara expresiva, aunque en aquellos días ya muy demacrada, el pelo castaño y peinado hacia adelante y, bajo sus gafas, unos ojos vivos y tristes a la vez.
A finales de 1966 quiso volver a Polaciones para decir el ultimo adiós a la hayas rojizas encendidas por la luz otoñal. Le llevaban en coche unos amigos y durante todo el viaje fue recordando sus idas y venidas por el monte, sus hazañas cinegéticas; reconocía cada árbol como si se tratara de un amigo y comprobaba lo que había cambiado desde su última visita. Lo sabía todo y disfrutaba como un niño, miraba el vuelo de las aves y hasta se permitía el lujo de asomar la escopeta por la ventanilla y en plena marcha abatir cuatro águilas. Y con la ilusión melancólica del viaje volvía a casa, su enfermedad fue agravándose hasta los umbrales de la muerte. Aun entonces recordaba con ansia las montañas y los pájaros y hablaba de los amigos que le habían acompañado en sus excursiones.
Los últimos días de su vida, cuando esperaba de un momento a otro el desenlace, vio volcarse sobre su habitación del Sanatorio del Dr. Madrazo una riada inmensa de todo clase de gentes de las condiciones e ideas más dispares que venían a ver por última vez al hombre extraordinario que haciendo gala de su pasada fortaleza se resistía increíblemente a la muerte con asombro de los médicos. Aunque su espíritu estaba ya resignado a dejar el mundo que tanto había amado ardía en deseos de ver cómo era aquel de quien ese mundo era solo un reflejo y cuyo rostro adivinamos por la fe, aunque sea sólo como la imagen huidiza de un espejo.
El día 27 de febrero de 1967 fue la fecha de la muerte de Miguel. El día siguiente era el de su cumpleaños. Miguel hubiera cumplido treinta y seis años. Buena edad para dar testimonio de tantas cosas ofreciendo toda una vida.